1978-2014. Mi yo más joven me espera en aquel viejo hogar. Él mira fijamente al futuro que yo sería. Yo medito sobre el pasado que él era. Nos conectamos a través de un puente hecho de nostalgia y añoranza. Con vacilación, nos abrazamos. Caemos de rodillas y sollozamos.
Yo le pregunto si alguna vez le contó a papá cómo arrojó la pelota que resquebrajó la araña de luces de nuestro living. Él me pregunta si alguna vez dejaré de hacer y comenzaré a ser.
Yo le digo: “Deberías haberle dicho a la chica de cabello rubio satinado que la amabas cuando tenías tu mano en su hombro en la escuela.” Él me dice: “Trabaja menos, ama más”
Yo le aconsejo: “Sé paciente y natural con el malestar y la soledad – pues en esos momentos prorrumpirás en expresiones me constituirán.” Él me aconseja: “No me juzgues tan severamente”.
“No permitas que otros te desalienten de soñar. El fracaso es una maleta llena de remordimientos (Yo debería saber). Él me insta: “Tus cabellos grises, tus arrugas y tus cicatrices son signos de batallas ganadas”
Yo le suplico: “Nunca te aferres a alguien que quiere irse; nunca ancles un barco que debe navegar”. Él me pregunta por qué volví de visita. Yo lo aplaudo por no avergonzar a la profesora de matemáticas el día en que no fue capaz de resolver un problema cuya respuesta él sí sabía. Él insiste: “Dile a tu paciente su sombrío pronóstico”
Yo no estoy de acuerdo. “Eres demasiado joven para entender. Llega una edad en la cual la esperanza alimenta al hambre más que la comida. Tienes mucho que aprender”. Él me dice que yo tengo mucho que desaprender.
Me pregunto si mi yo más joven era más sabio que mi yo mayor. Desearía regresar a la inocencia, nacer a la libertad permitida sólo a los niños, volver al Edén, y arrojar la manzana en el lago que hace eco de mi amor en la eternidad.
